Diego
Pérez Ordóñez
Sí, claro, entusiasmarse con Leonard
Cohen (Montreal, 1934) es una especie de gusto adquirido. A primeras escuchas
su música puede parecer insípida y tediosamente anacrónica, como una suerte de
largo y monótono alegato a favor de otros tiempos (tiempos vaporosos), curiosamente
atrasado de cosecha y definitivamente siempre ahuyentada por modas, tendencias
y novedades. Lo de Cohen siempre aparece fuera de lugar, invita a rascarse la
cabeza, a voltearla hacia los parlantes, a buscar el volumen, a pesar de que
podría parecer, para casi todos, gris, melancólico, carente de ritmo, plano, y
reñido con los tiempos. Para sus detractores este canadiense es, apenas, un
cantautor aislado y aburrido, una curiosidad histórica atrapada en tiempos
frenéticos y delirantes, una variedad de trovador y rimador triste y
soporífero. Para sus defensores, de otra parte, Leonard Cohen es la más rara de
todas las aves, inmutable a pesar de las actualidades, firme en las épocas del
todo vale y de ductilidades rutinarias, tan vigente ahora como cuando
frecuentaba, muy joven, los bares de menos de medio pelo para ver bailar,
alegremente supongo, a los cafiches, a los proxenetas y a las prostitutas. Yo
milito, les cuento, en este campo (en el de Cohen, no en de los truhanes ni en
el de las trabajadoras sexuales).
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Es que, si quieren irónicamente,
Leonard Cohen ya no necesita cantar: su voz telúrica y planetaria lo exime de
eso. Ya no necesita siquiera recitar: apenas necesita hablar porque, más por
talento puro que por edad, ha alcanzado un estatus de emblema, de poder mearse
en la sopa del rey. En esto de ser emblema, es mi opinión, el canadiense
comparte podio apenas con Bob Dylan, voz narigona y todo lo que ustedes
quieran, y con Van Morrison, voz quejumbrosa y todo el resto de lo que ustedes
quieran. De las plumas de Cohen, Dylan y Morrison han salido –creo que esta vez
no exagero- varias de las más meritorias joyas de la cultura occidental. Y en
Cohen (en Dylan también, pero en menor grado) está el tema de la punta del
iceberg: de ser, quizá, el último de los mohicanos de la cultura judía de los
últimos cien años. Acá tampoco exagero, supongo, porque en Cohen cohabitan
Marcel Proust con Sigmund Freud, Arthur Schnitzler con Gustav
Mahler, Stanley Kubrick con Leonard Cohen (porque su música tiene algo de
cinematográfico, algo de guión de una película que está por ser filmada). Y
también porque su música equivale a abrir la puerta de una cantina
en las más altas horas de la noche, de sentir el hálito y el viscoso humo y de
darse cuenta de que solamente quedan 2 ó 3 personas adentro. Sí, claro, Leonard
Cohen parece siempre “after hours” e incombustible, apropiado siempre con
sombrero y de a guitarra de palo, algo encorvado, sí también, pero sin que dé
signos de rendición, de alzar la bandera blanca, de mirar hacia su esquina en
busca de querencia.
Columna publicada en El Comercio en diciembre de 2013.