Diego Pérez Ordóñez
Como
un asesino en serie, que calcula con perversidad metódica sus próximos pasos, al
tiempo que piensa por adelantado cómo no dejar ninguna evidencia visible en el
camino, John Banville (Wexford, 1945) levanta sus novelas como si se tratara,
en cada caso, de un templo.
Por
eso hay que imaginarlo en su luminosa y prolija oficina de Dublín –los que la
conocen dicen que es bien luminosa- tratando de esculpir cada palabra, de delinear
los planos de cada oración, para terminar en la cimentación, dedicada y escrupulosa,
de apenas un párrafo tras varias horas de trabajo. Por eso el propio míster Banville,
cada vez que puede, fanfarronea en decir que la frase es el mayor invento de la
civilización. Por eso, cuando concluye una de sus esforzadas sesiones de
escritura, su mujer (no sé si su primera o su segunda mujer), lo describe como una
especie de sicario que acaba de llegar de una particularmente sangrienta faena.
Sí,
hay que imaginar a John Banville tratando de encontrarle la resonancia precisa
a cada palabra, el sonido perfecto en combinación con otras palabras vecinas y circundantes,
al tiempo que, con la meticulosidad de un relojero, le va acertando la cadencia
más apropiada a cada párrafo. Él mismo asiente que sus sesiones de escritura, a
punta de puño y pluma fuente y en un libro que le encuadernan especialmente,
son arduas y viscosas: la ficción parece atormentarlo, porque trabaja de forma
lenta, detallosa y reflexiva (hay días en los que escribe un solo párrafo;
otros días, ninguno).
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Adora
el sonido de las frases, su musicalidad, y no se da por satisfecho hasta que
alcanzan (las frases) un grado de eufonía que llama, en inglés, “harmonic chime” algo así como un repique
o campaneo armónico. También es aficionado a llamar deliberadamente “craft” a su proceso de escritura, una
expresión que revela meticulosidad al contrario de rutina, composición de
filigrana: Banville se sabe artista y se pavonea. “Craft” como diciendo que, en efecto, escribe de forma pesada,
acompasada, microscópica y ensimismada. En eso Banville se da la mano – de
siglo a siglo- con Flaubert, ambos corredores de maratones por decirlo de algún
modo, ambos a la busca de novelas perfectas, pero con la diferencia de que para
el francés el lenguaje es igual de importante que la arquitectura, lo cual es
una forma de sostener que en el caso de Flaubert la exploración consistía en el
equilibrio entre la belleza del idioma y la infraestructura de la novela:
debía ser ornamental pero no demasiado larga, debía tener ritmo y equilibrio. A
Banville, por contra, la estructura le da lo mismo al punto que se podría
legítimamente argumentar que todas sus novelas son, en el fondo, una sola, una
sola marea, un sola compás, una sola plenitud, una sola pleamar.
Banville,
del mismo modo, se da la mano con Javier Marías, en el sentido de que ambos son
artistas de la brújula, de esos que cuando asientan la primera letra no saben
–de hecho, no tienen ni siquiera una pista- qué rumbos va a tomar la cuestión,
de esos que cuando arrancan apenas conocen que la realidad debe pasar por el
tamiz del lenguaje para hacerse ficción. Y Banville se amalgama en abrazos con
Vladimir Nabokov, en eso de escribir con guante blanco, en su compartida
inteligencia diamantina, en su arrogancia aristocratizante, aunque en el caso
del ruso sea heredada y en el del irlandés, aprendida.
Así
como es preciso imaginar al Banville escritor, encorvado sobre el escritorio,
hay que imaginar al Banville pintor, parado frente al caballete, recapacitando
sobre los colores, los tonos y animándose a dar una pincelada. En algún momento
el irlandés flirteó con la pintura y se nota en otra obsesión paralela, en la
de los matices, en la de las representaciones:
“El cielo era todo neblina y ni soplo de
brisa movía la superficie del mar, en cuya orilla las pequeñas olas rompían en
una línea apática, una y otra vez, como un dobladillo vuelto infinitamente por
una costurera soñolienta.” (‘El Mar’, 5ta. Ed.,
traducción de Damián Alou, Barcelona, Anagrama, 2005, Pág. 281) La
cita es de ‘El Mar’, su trabajo a un tiempo más sosegado y más afligido,
narrado desde la punta de vista de un niño, bajo el siempre distorsionante cernidero
de la diferencia de clases sociales, con la añoranza de mundos perdidos.
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Y
así como Banville parece encaprichado con el color, también suele encandilarse
con el mar y con el cielo: “Una enorme
luna de blancura ósea estaba suspendida en lo alto del mar, en calma, y la
estela del barco centelleaba y se retorcía como una gran cuerda plateada que se
desenredaba detrás de nosotros.” (‘El Intocable’, traducción
de Antonio Molina Foix, Barcelona, Anagrama, 2009, Pág. 71) “Que cielo más noble el de esta tarde,
de azul pálido a púrpura subido pasando por cobalto, surcado por grandes
icebergs de nubes, del color del hielo sucio, con borrosos ribetes cobrizos,
que pasan de oeste a este, lejanos, majestuosos, silenciosos. Es la clase de
cielo que a Poussin le gustaba poner en sus elevados dramas de muerte, amor y
pérdida. Hay muchos claros; espero encontrar alguno en forma de pájaro.” (‘El
Intocable’, Pág. 426)
De
sus tiempos de pintor parece almacenar una fijación por lo natural: por el
aire, por los brisas y por los efectos del agua:
“Vientos de primavera fluyen por las
calles como agua ingrávida. El azulado cielo de abril. Los árboles tiemblan,
sus húmedas ramas negras espolvoreadas de aliento verde. El asfalto reluce. Una
fuerte racha de viento aporrea el cristal de las ventanas, haciendo que se
estremezcan y despidan luminosas lanzas.” (‘Los Infinitos’,
Pág. 66) Y, como quedó dicho, por el poder magnético de lo marino:
“Pensad, si podéis, en un mar de eterno
potencial y en nosotros como las formas que producen las aguas, henchidas y
oscilantes; pensad en el aire moldeado por el tiempo en transparentes
configuraciones; pensad en el hielo; pensad en la llama: eso es lo que somos, a
la vez eternos y evanescentes.” (‘Los Infinitos’, Pág. 200) En lo tocante al mar, en su alucinación por el
flujo y por las aguas, Banville se declara legatario de Joseph Conrad, otro
deslumbrado por la belleza del idioma: “El
agua es aliada del hombre. El océano, la parte de la naturaleza más alejada, en
la inmutabilidad y majestad de su poderío…” (‘El Espejo del Mar’,
4ta Ed., traducción de Javier Marías,
Barcelona, 2012, Reino de Redonda, Pág. 179)