Diego
Pérez Ordóñez
En todo coleccionista vive y palpita un
personaje de novela. Y existe, también, una no siempre distinguible línea entre
realidad y ficción, que se hace todavía más tenue en el caso del coleccionismo:
la acumulación deliberada, apasionada paciente y metódica de objetos por su puro
valor artístico, por su belleza intrínseca, por su carácter decorativo o, a
veces, por una ansiedad que a menudo explora los suburbios de la enfermedad.
Se trata a un tiempo avidez de poseer lo que
nadie más pueda tener (el caso del millonario aficionado a los manuscritos que
creyó ser dueño de un documento único e irrepetible y que, cuando se enteró de
que existía otro en el mercado, lo compró y lo destruyó en frente de un notario
público), la necesidad de acopiar piezas casi siempre notables y esa especie de
delirante cacería a la busca de una cosa deseada. Es que el coleccionismo debería
ser pasto fértil para los siquiatras y los sicoanalistas, más que para los
galeristas y marchantes de arte. Pero también lo debería ser para la literatura
porque, en esencia, el coleccionista –de carne y hueso o infiltrado en las
páginas de una novela o de un cuento- es siempre un personaje, material
literario por excelencia.
Ardores
napolitanos
Lo que el ensayista Blom pinta como “coleccionar como proyecto filosófico, como
un intento de comprender la multiplicidad y el caos del mundo, y tal vez
incluso de encontrar en ese caos un significado oculto...” (“El
Coleccionista Apasionado. Una Historia Íntima”, Barcelona, Anagrama, 2013, Pág.
65) ha
producido antihéroes entrañables como sir William Hamilton, enviado inglés a
Nápoles a finales del siglo XVIII, recalcitrante acumulador de vasijas, pinturas
y libros. El mismo Hamilton – el Cavaliere- que Susan Sontag dibujó con
admiración como el diletante y esteta marido de lady Hamilton, ella célebre
amante de lord Nelson que “de niño había
coleccionado monedas, luego autómatas, más tarde instrumentos musicales.
Coleccionar expresa un deseo que vuela libremente y se acopla siempre a algo
distinto: es una sucesión de deseos. El auténtico coleccionista no está atado a
lo que colecciona sino al hecho de coleccionar. Apenas cumplidos los veinte
años, el Cavaliere ya había formado, y se había visto obligado a vender para
pagar deudas, varias pequeñas colecciones de pintura.” (“El
Amante del Volcán”, Buenos Aires, Debolsillo, 2009, Pág. 35)
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Sontag perfiló al mismo Cavaliere (1731-1803)
posiblemente más refinado en las páginas
de su novela que en la vida misma, ciertamente adornado por el cálido y
modorroso ambiente napolitano:
“Al
llegar como representante diplomático empezó a coleccionar de nuevo. A una hora
de distancia eran excavadas Pompeya y Herculano, desnudadas, despojadas; pero
todo lo que los ignorantes excavadores desenterraban se suponía que iba
directamente a los almacenes del cercano palacio real en Portici. Él consiguió
comprar una vasta colección de jarrones griegos de una familia noble de Roma, a
la que había pertenecido durante varias generaciones. Coleccionar es rescatar
objetos, objetos valiosos, del descuido, del olvido, o sencillamente del
innoble destino de estar en la colección de otro en lugar de en la propia. Pero
adquirir una colección entera en vez de perseguir pieza a pieza la presa
deseada…era un gesto poco elegante. Coleccionar también es un deporte, y su
dificultad es lo que le confiere honor y deleite. Un auténtico coleccionista
prefiere no adquirir en cantidad (como los cazadores no quieren que la presa,
simplemente, desfile ante ellos), no se siente satisfecho poseyendo la
colección de otro: el mero hecho de adquirir
y acumular no es coleccionar. Pero el Cavaliere sentía impaciencia. No
solo hay necesidades y exigencias interiores, y él deseaba seguir con la que
solo sería la primera de sus colecciones napolitanas.” (“El
Amante del Volcán”, Buenos Aires, Debolsillo, 2009, Págs. 36-7) Y “El Cavaliere poseía una memoria prodigiosa.
Se anotaba muy pocas cosas. Todo estaba en su mente: el dinero, los fondos, los
objetos…una profusión portentosa. Enviaba listas de las necesidades de su
biblioteca a libreros de París y Londres. Mantenía correspondencia con
anticuarios y tratantes de arte. Discutía con restauradores, embaladores,
exportadores, aseguradores. El dinero siempre resultaba una distracción, como
debe ser para un coleccionista: a la vez medida y falsificador del valor.”
Angustias
de otro esteta
Si el Cavaliere lidiaba con mercantes,
embaladores, excavadores en la realidad y en la imaginación de Susan Sontag,
desde un campo de concentración Irène Némirovsky esbozó cómo serían las
angustias de otro esteta, que esperó hasta los últimos momentos para empacar y
huir del París asediado y luego ocupado por las tropas nazis. Otro
coleccionista que parecía negar la realidad para engancharse a sus cosas, a las
piezas acumuladas tras años. Se trata del neurótico y desconfiado Charles
Langelet que “Arrodillado en el parquet
del salón…empaquetaba personalmente sus porcelanas… Langelet debería haberse
marchado hacía tiempo, pero le tenía demasiado apego a sus viejas costumbres.
Retraído y desdeñoso, lo único que le gustaba en este mundo era su casa y los
objetos esparcidos a su alrededor, en el suelo desnudo (las alfombras,
enrolladas con naftalina, estaban escondidas en el sótano)…Charlie volvió a
arrodillarse ante la caja, que ya estaba medio llena, y a través de la paja y
el papel de seda acarició sus porcelanas, sus tazas de Nankín, su centro de
mesa Wedgwood, sus jarrones de Sèvres, de los que no se separaría por nada del
mundo…Pero tenía el corazón roto: no podría llevarse el lavabo de porcelana de
Sajonia que tenía en el dormitorio, una pieza de museo, con su tremol decorado
con rosas”. (‘Suite Francesa’, 10ª edición, Barcelona, Salamandra,
Págs. 64-66)
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Sin saberlo Némirovsky le dio la razón al ya
citado Blom, en el sentido de que toda colección resulta una especie del teatro
en el que actúan los recuerdos, sobre la base de un guión de pasados
personales, de la infancia recuperada y del deseo de trascender. (Blom, Philipp, “El
Coleccionista…”, Pág. 253) En esa necesidad de consecuencia, de que
la colección no sea atomizada, cobra importancia el inventario:
“Sin
un catálogo, todo coleccionista importante ha de temer que su colección se
disperse y, con ella, su propio descenso
a la oscuridad. Un catálogo no es un apéndice a una colección; es su apogeo.
Mientras que los cuadros, los libros, las cajas de rapé de oro y otros objetos
preciosos pueden, con el tiempo, regresar al mundo por la necesidad, la codicia
y la ignorancia, y sin ningún rastro visible de su anterior dueño (a menos que,
por supuesto, los coleccionistas observen la costumbre china de poner, en las
caligrafías y otras obras gráficas, el sello que los identifica), un catálogo
caracterizará la supervivencia de la colección como conjunto, como organismo y
como personalidad.” (Blom, Pág. 283)
Aunque en las páginas de la literatura –han
quedado expuestos apenas un par de ejemplos- se puede encontrar a los más depurados
coleccionistas, también es posible hablar de un par de escritores, ambos
argentinos, que alternaban la creación (un poeta y un novelista) con la
detallosa recopilación de piezas únicas. Poeta, Oliverio Girondo, en algún
tiempo rival amatorio de Jorge Luis Borges (o al menos Borges así lo creía) “tuvo
obras históricas europeas de origen español e italiano y mobiliario del siglo
XVIII español, inglés y americano; adquirió piezas populares africanas en París
desde 1927; juntó unos pocos artistas argentinos: Spilimbergo, Larco, Figari y
Xul Solar; combinó platería criolla, cristalería y vidrios coloniales y del
800; reunió porcelanas inglesas y españolas del XIX; tallas y pinturas del 600
y el 700 realizadas en Potosí, Lima y Quito; centenares de objetos
precolombinos mexicanos, peruanos, altoperuanos, catamarqueños y del NOA
[noroeste argentino], y objetos prehispánicos colombianos de oro. Además,
estuvieron los mapas y atlas europeos antiguos franceses y alemanes, libros del
XVI al XX, algunos procedentes de Errázuriz y Eduardo Bullrich; artefactos
egipcios, chinos, de Oceanía, Indonesia, Sumatra y Pascua, y del 800 D´Hastrel.”
(Pacheco, Marcelo E., “Coleccionismo de Arte en Buenos Aires- 1924-1942”,
Buenos Aires, El Ateneo, 2013, Pág. 205)
También está el caso de Manuel Mujica Lainez,
elegante prosista, aunque a momentos excesivamente aristocratizante, y con
seguridad opacado por el mencionado Borges, por Cortázar y por Bioy, y por lo
tanto con injusticia relegado a la segunda división de las letras argentinas.
Mujica disfrazó de ficción, con un perro (Cecil) como narrador, una visita
guiada a su casa de campo de Cruz Chica, cerca de Córdoba. La mascota nos pone
al tanto de que:
“Lo
primero que percibí, en su penumbra interior, fue la jerarquía esencial que
concede a los objetos. Quizá crea en ellos más que en las personas. Entiendo
que ha subrayado esa relación en alguno de sus libros. Los objetos lo preocupan
y, no obstante el largo tiempo transcurrido desde que empezó a interesarse por
ellos, continúan hechizándolo…La ‘visita’ comienza delante de los iconos ‘que
traje de las islas griegas’ y de una tallada máscara de apóstol ‘que me regalaron
después del incendio de los templos, en Buenos Aires, y procede eventualmente
del de San Juan’…Se llega así a la biblioteca, estrecha y larga, dividida por
dos arcos conventuales. Los volúmenes, alineados por temas y por orden
alfabético –lo que significó siete meses de tenaz trabajo sin socorro y una
enfermedad misteriosa, literaria, originada vengativamente en los hongos de los
libros- tapizan los muros.” (“Cecil”, Buenos Aires,
Debolsillo, 2010, Págs. 23-26)
Así, coleccionar se convierte en modo de
rastrear los contornos de la ficción, de barajar a los personajes de las
páginas con los coleccionistas de verdad, con los que recorren las librerías de
viejo en procura de un viejo volumen, con aquellos que husmean los anticuarios
y las galerías. La caza de la presa deseada.