“El
son de la guitarra no había cesado y los presidiarios lo vieron –un negro
joven, delgado de caderas, la guitarra colgada al cuello con una cuerda de
algodón.” (William Faulkner, “Las Palmeras Salvajes”)
Diego
Pérez Ordóñez
Solidez. La de Led Zeppelin es música maciza
como un yunque, música la mayor parte del tiempo aparatosa, compleja y pesada. Por
eso la industria de Led Zeppelin transciende protocolos y calificaciones: esta
banda no inventó nada, no tocó nada que nadie haya interpretado antes, no
descubrió la pólvora, pero volvió todo grande, grave y portentoso. La consecuencia
de Zeppelin, por tanto, está en su compactación indiscutible.
Así, la historia de Zeppelin no es muy
diferente a la de sus contemporáneos, para comenzar con el trasplante del blues
de Chicago a los escenarios de Londres, largos solos de guitarra y de batería y
al final el alcohol, las drogas la muerte… Siempre se puede argumentar que los
Bluesbreakers de John Mayall volvieron rubio y de ojos celestes al blues
urbano. Siempre se podrá sostener que Deep Purple trazó los planos del metal
pesado. Siempre se podrá alegar que los Rolling Stones pusieron las últimas
tuercas y tornillos del puente entre la música negra y el pop contemporáneo. Es
fácil decir que Jethro Tull trajo los sonidos del bosque norteño al teatro. El
coeficiente de diferencia con sus colegas –volvemos a Zeppelin- es su carácter
de máquina perfectamente embadurnada, su característica de circuito: la voz de
Robert Plant vale mucho menos sin la exquisitez de la guitarra eléctrica de
Jimmy Page. El bajo de Jon Paul Jones siempre encontró fundamento en la batería
de John Bonham, el ancla del sonido monolítico, siempre apretado, de Led
Zeppelin. Por eso con la muerte del batero se acabó Zeppelin: sus tres miembros
restantes entendieron, sin mucho misterio, que la banda era una unidad
indisoluble, una ecuación, el quebrantable equilibrio de los cuatro músicos. Por
eso Led Zeppelin –al menos para mí- suena como una vieja locomotora herrumbrosa
y humeante, que lucha por arrancar, que tiene problemas en tomar velocidad.
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Todo lo que hace –hizo- Zeppelin es gigante y
voltea cabezas. Todo lo que hace Zeppelin es, a su modo, incendiario y de alto
voltaje. Cameron Crowe, reconocido “zeppelinista” sostiene que cuando Jimmy
Page fundó la banda, como una especie de sucedánea de los extinguidos
Yardbirds, reunió a sus nuevos amigos para explorar gustos musicales e intercambiar
ideas. La sesión incluyó Elvis Presley y Muddy Waters, hasta que Page puso
“Babe I´m Gonna Leave You”, una vieja canción folk que Joan Baez había
popularizado poco antes y les dijo a sus nuevos amigos que la quería tocar en
versión pesada, “pero con muchas luces y
sombras.” Incluida en el primer disco de Led Zeppelin, de 1969, es posible
que “Babe…” resuma de modo perfecto el sonido de estos ingleses: a ratos sucio,
a veces cristalino, la combinación entre la sutileza y el brío, el día y la
noche. Es probable, además, que “Babe I´m Gonna Leave You” sea la esencia de
primer período de Led Zeppelin: la etapa de respeto a las raíces, la era de la
tradición, de tocar el blues del modo más denso posible, de extender la voz de
Plant hasta donde den las cuerdas, de explotar el estilo a un tiempo suelto y
disciplinado de Bonham. Con esta filosofía los primeros cuatro discos de
Zeppelin, los de la tradición, son simplemente heroicos, devastadores como un
fenómeno natural. Los demás discos, de
calidad desigual, impiden que este cuarteto reclame el trono de la más
importante banda de rock de todos los tiempos.
Fuente: www.welweb.org |
Pónganse un momento a pensar que el sonido
del primer Zeppelin, de aquel de las guitarras destemplados y veloces, es casi
siempre el sonido de la fuerza bruta, un sonido insolente y con ínfulas de
patear al perro, con jactancias de buscar la tibia yugular. Pero lo es casi
siempre: también puede haber ciertos oasis, como la delicadísima “Going to
California” o como los devaneos con lo celta, con lo místico o con lo mágico. Pero Led Zeppelin es también, y sobre todo,
“Kashmir”. Se trata de una canción hipnótica, de ecos moros, de lucimiento
sinfónico, de altas tasas de sofisticación. Nacida, como se sabe, de un viaje
de Robert Plant y Jimmy Page a Marruecos, “Kashmir” es la canción de carretera
por excelencia, una canción de estructuras totalmente nuevas para Zeppelin y de
arquitectura irrepetible. Jon Paul Jones, a cargo de bajos y teclados, la
resumió diciendo que toda la ambición de sonido está ahí, todos los elementos
de la banda, “Kashmir” es lo que Led Zeppelin siempre quiso ser y lo que desde
el principio de los tiempos quiso tocar. Jimmy Page le contó a Crowe que el
tema se llamaba originalmente “Driving to Kashmir” gracias a la larga manejada
entre Goulimine y Tantan – el antiguo Sahara español- y que el punto de
inspiración fue la infinitud del camino, su aparente carencia de punto de
llegada. Quizá sea, entonces, ese infinito lo que caracteriza la perpetuidad de
“Kashmir”, su onda circular, su carácter casi narcótico. Este tema, más que los
de la primera era de Zeppelin, se deja tocar más repetidamente y de cada
escucha suelen surgir nuevas perspectivas y nuevas capas de resonancia. La
falta de fin del camino es a un tiempo la falta de fin de “Kashmir”.
De modo que -esto se termina- lo de Led
Zeppelin pasa por oxidados trenes, limones que se estrujan, plantaciones de
algodón e inmemoriales reinos celtas, a cargo de una Les Paul, en los barrios
londinenses.