lunes, 2 de diciembre de 2013

La presa deseada: (literatura del coleccionismo)


Diego Pérez Ordóñez

En todo coleccionista vive y palpita un personaje de novela. Y existe, también, una no siempre distinguible línea entre realidad y ficción, que se hace todavía más tenue en el caso del coleccionismo: la acumulación deliberada, apasionada paciente y metódica de objetos por su puro valor artístico, por su belleza intrínseca, por su carácter decorativo o, a veces, por una ansiedad que a menudo explora los suburbios de la enfermedad.

Se trata a un tiempo avidez de poseer lo que nadie más pueda tener (el caso del millonario aficionado a los manuscritos que creyó ser dueño de un documento único e irrepetible y que, cuando se enteró de que existía otro en el mercado, lo compró y lo destruyó en frente de un notario público), la necesidad de acopiar piezas casi siempre notables y esa especie de delirante cacería a la busca de una cosa deseada. Es que el coleccionismo debería ser pasto fértil para los siquiatras y los sicoanalistas, más que para los galeristas y marchantes de arte. Pero también lo debería ser para la literatura porque, en esencia, el coleccionista –de carne y hueso o infiltrado en las páginas de una novela o de un cuento- es siempre un personaje, material literario por excelencia.

Ardores napolitanos

Lo que el ensayista Blom pinta como “coleccionar como proyecto filosófico, como un intento de comprender la multiplicidad y el caos del mundo, y tal vez incluso de encontrar en ese caos un significado oculto...” (“El Coleccionista Apasionado. Una Historia Íntima”, Barcelona, Anagrama, 2013, Pág. 65) ha producido antihéroes entrañables como sir William Hamilton, enviado inglés a Nápoles a finales del siglo XVIII, recalcitrante acumulador de vasijas, pinturas y libros. El mismo Hamilton – el Cavaliere- que Susan Sontag dibujó con admiración como el diletante y esteta marido de lady Hamilton, ella célebre amante de lord Nelson que “de niño había coleccionado monedas, luego autómatas, más tarde instrumentos musicales. Coleccionar expresa un deseo que vuela libremente y se acopla siempre a algo distinto: es una sucesión de deseos. El auténtico coleccionista no está atado a lo que colecciona sino al hecho de coleccionar. Apenas cumplidos los veinte años, el Cavaliere ya había formado, y se había visto obligado a vender para pagar deudas, varias pequeñas colecciones de pintura.(“El Amante del Volcán”, Buenos Aires, Debolsillo, 2009, Pág. 35)


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Sontag perfiló al mismo Cavaliere (1731-1803) posiblemente más refinado en las  páginas de su novela que en la vida misma, ciertamente adornado por el cálido y modorroso ambiente napolitano: 

Al llegar como representante diplomático empezó a coleccionar de nuevo. A una hora de distancia eran excavadas Pompeya y Herculano, desnudadas, despojadas; pero todo lo que los ignorantes excavadores desenterraban se suponía que iba directamente a los almacenes del cercano palacio real en Portici. Él consiguió comprar una vasta colección de jarrones griegos de una familia noble de Roma, a la que había pertenecido durante varias generaciones. Coleccionar es rescatar objetos, objetos valiosos, del descuido, del olvido, o sencillamente del innoble destino de estar en la colección de otro en lugar de en la propia. Pero adquirir una colección entera en vez de perseguir pieza a pieza la presa deseada…era un gesto poco elegante. Coleccionar también es un deporte, y su dificultad es lo que le confiere honor y deleite. Un auténtico coleccionista prefiere no adquirir en cantidad (como los cazadores no quieren que la presa, simplemente, desfile ante ellos), no se siente satisfecho poseyendo la colección de otro: el mero hecho de adquirir  y acumular no es coleccionar. Pero el Cavaliere sentía impaciencia. No solo hay necesidades y exigencias interiores, y él deseaba seguir con la que solo sería la primera de sus colecciones napolitanas.” (“El Amante del Volcán”, Buenos Aires, Debolsillo, 2009, Págs. 36-7) Y El Cavaliere poseía una memoria prodigiosa. Se anotaba muy pocas cosas. Todo estaba en su mente: el dinero, los fondos, los objetos…una profusión portentosa. Enviaba listas de las necesidades de su biblioteca a libreros de París y Londres. Mantenía correspondencia con anticuarios y tratantes de arte. Discutía con restauradores, embaladores, exportadores, aseguradores. El dinero siempre resultaba una distracción, como debe ser para un coleccionista: a la vez medida y falsificador del valor.”

Angustias de otro esteta

Si el Cavaliere lidiaba con mercantes, embaladores, excavadores en la realidad y en la imaginación de Susan Sontag, desde un campo de concentración Irène Némirovsky esbozó cómo serían las angustias de otro esteta, que esperó hasta los últimos momentos para empacar y huir del París asediado y luego ocupado por las tropas nazis. Otro coleccionista que parecía negar la realidad para engancharse a sus cosas, a las piezas acumuladas tras años. Se trata del neurótico y desconfiado Charles Langelet que “Arrodillado en el parquet del salón…empaquetaba personalmente sus porcelanas… Langelet debería haberse marchado hacía tiempo, pero le tenía demasiado apego a sus viejas costumbres. Retraído y desdeñoso, lo único que le gustaba en este mundo era su casa y los objetos esparcidos a su alrededor, en el suelo desnudo (las alfombras, enrolladas con naftalina, estaban escondidas en el sótano)…Charlie volvió a arrodillarse ante la caja, que ya estaba medio llena, y a través de la paja y el papel de seda acarició sus porcelanas, sus tazas de Nankín, su centro de mesa Wedgwood, sus jarrones de Sèvres, de los que no se separaría por nada del mundo…Pero tenía el corazón roto: no podría llevarse el lavabo de porcelana de Sajonia que tenía en el dormitorio, una pieza de museo, con su tremol decorado con rosas”. (‘Suite Francesa’, 10ª edición, Barcelona, Salamandra, Págs. 64-66)

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Sin saberlo Némirovsky le dio la razón al ya citado Blom, en el sentido de que toda colección resulta una especie del teatro en el que actúan los recuerdos, sobre la base de un guión de pasados personales, de la infancia recuperada y del deseo de trascender.   (Blom, Philipp, “El Coleccionista…”, Pág. 253) En esa necesidad de consecuencia, de que la colección no sea atomizada, cobra importancia el inventario:

“Sin un catálogo, todo coleccionista importante ha de temer que su colección se disperse  y, con ella, su propio descenso a la oscuridad. Un catálogo no es un apéndice a una colección; es su apogeo. Mientras que los cuadros, los libros, las cajas de rapé de oro y otros objetos preciosos pueden, con el tiempo, regresar al mundo por la necesidad, la codicia y la ignorancia, y sin ningún rastro visible de su anterior dueño (a menos que, por supuesto, los coleccionistas observen la costumbre china de poner, en las caligrafías y otras obras gráficas, el sello que los identifica), un catálogo caracterizará la supervivencia de la colección como conjunto, como organismo y como personalidad.” (Blom, Pág. 283)

Aunque en las páginas de la literatura –han quedado expuestos apenas un par de ejemplos- se puede encontrar a los más depurados coleccionistas, también es posible hablar de un par de escritores, ambos argentinos, que alternaban la creación (un poeta y un novelista) con la detallosa recopilación de piezas únicas. Poeta, Oliverio Girondo, en algún tiempo rival amatorio de Jorge Luis Borges (o al menos Borges así lo creía)  “tuvo obras históricas europeas de origen español e italiano y mobiliario del siglo XVIII español, inglés y americano; adquirió piezas populares africanas en París desde 1927; juntó unos pocos artistas argentinos: Spilimbergo, Larco, Figari y Xul Solar; combinó platería criolla, cristalería y vidrios coloniales y del 800; reunió porcelanas inglesas y españolas del XIX; tallas y pinturas del 600 y el 700 realizadas en Potosí, Lima y Quito; centenares de objetos precolombinos mexicanos, peruanos, altoperuanos, catamarqueños y del NOA [noroeste argentino], y objetos prehispánicos colombianos de oro. Además, estuvieron los mapas y atlas europeos antiguos franceses y alemanes, libros del XVI al XX, algunos procedentes de Errázuriz y Eduardo Bullrich; artefactos egipcios, chinos, de Oceanía, Indonesia, Sumatra y Pascua, y del 800 D´Hastrel.” (Pacheco, Marcelo E., “Coleccionismo de Arte en Buenos Aires- 1924-1942”, Buenos Aires, El Ateneo, 2013, Pág. 205)
También está el caso de Manuel Mujica Lainez, elegante prosista, aunque a momentos excesivamente aristocratizante, y con seguridad opacado por el mencionado Borges, por Cortázar y por Bioy, y por lo tanto con injusticia relegado a la segunda división de las letras argentinas. Mujica disfrazó de ficción, con un perro (Cecil) como narrador, una visita guiada a su casa de campo de Cruz Chica, cerca de Córdoba. La mascota nos pone al tanto de que:  

“Lo primero que percibí, en su penumbra interior, fue la jerarquía esencial que concede a los objetos. Quizá crea en ellos más que en las personas. Entiendo que ha subrayado esa relación en alguno de sus libros. Los objetos lo preocupan y, no obstante el largo tiempo transcurrido desde que empezó a interesarse por ellos, continúan hechizándolo…La ‘visita’ comienza delante de los iconos ‘que traje de las islas griegas’ y de una tallada máscara de apóstol ‘que me regalaron después del incendio de los templos, en Buenos Aires, y procede eventualmente del de San Juan’…Se llega así a la biblioteca, estrecha y larga, dividida por dos arcos conventuales. Los volúmenes, alineados por temas y por orden alfabético –lo que significó siete meses de tenaz trabajo sin socorro y una enfermedad misteriosa, literaria, originada vengativamente en los hongos de los libros- tapizan los muros.” (“Cecil”, Buenos Aires, Debolsillo, 2010, Págs. 23-26)


Así, coleccionar se convierte en modo de rastrear los contornos de la ficción, de barajar a los personajes de las páginas con los coleccionistas de verdad, con los que recorren las librerías de viejo en procura de un viejo volumen, con aquellos que husmean los anticuarios y las galerías. La caza de la presa deseada. 

domingo, 20 de octubre de 2013

Beck, Jeff Beck




Diego Pérez Ordóñez

Los recónditos sonidos que Jeff Beck obtiene de su guitarra eléctrica son como la banda sonora de una película que todavía no existe, como una tentativa armónica en constante perfeccionamiento. Es que Beck no se deja subordinar: desde siempre –literalmente- ha tenido metidas las manos en los terrenos del blues, en los mandos del jazz, incluso en el auge de la música disco o, recientemente, en los terrenos de lo oriental. No admite formulismos: no es ni una superestrella del rock (en el sentido de que no es, precisamente un ídolo de masas) ni forma parte de ningún movimiento, de ninguna escuela y de ninguna tendencia (lo que sea que esto último signifique). Sin entrar en los lugares comunes de que, por ejemplo, Jeff Beck es el último tal o el más grande o único, la verdad es que es un animal extraño, un ave rara en épocas de uniformidad y estandarización. 

Así, Jeff Beck muta y se despliega con cada tocada, con cada nueva grabación, hacia destinos insondables e infranqueables: en una noche determinada, por ejemplo en el club Ronnie Scott´s de Londres, puede interpretar y mejorar una versión de “A Day in a Life” y unas noches después, posiblemente a miles de kilómetros de distancia, está en capacidad de interpretar (aparentemente por enésima vez) “Goodbye Pork Pie Hat” de una manera totalmente distinta, renovadora, como para que toda su audiencia se saque de una vez el sombrero. Beck parece no repetirse nunca, aparenta, por contra, estar variando constantemente pero sobre una base sólida. Su base de siempre. 



En cuanto a su técnica, referente a lo que lo hace exquisito, único e inigualable, sus críticos y estudiosos coinciden en que se trata del tono. No importa que sea en una Gibson Les Paul o, mucho más, últimamente, en una Fender Stratocaster, buena porción del arte de Jeff Beck está en obtener los sonidos más extraños al tiempo que más delicados, en inventar ruidos que nadie más –y hay gente que se ha esforzado hasta el hartazgo- pueda sacar. Y, claro, hacerlo todo en cinco minutos: en un tema de Jeff Beck pueden coexistir ecos cavernarios, con notas sublimes traídas desde lo más primoroso del blues, con complicadas interpretaciones y estructuras del mundo del jazz. Sí, estructuras, andamiajes, vistas, espacios: la de Beck es música arquitectónica, música de perspectivas, de rasgos y matices. En esto míster Beck se da la mano con Pink Floyd. En lo que tiene que ver con ser único se abraza con Jimi Hendrix aunque, a diferencia de este otro genio, a Jeck Beck es más difícil esculcarle influencias o atribuirle discípulos. Se puede argumentar, son solidez, que nadie toca como Jeff Beck. Ni de cerca. 

Pero volvamos al tono, que para todos sus conocedores parece ser la fórmula de la belleza de su música. Vernon Reid, guitarrista de Living Colour, lo define como:

“…mercurial, cálido, desafiante, mordelón, sin duda suyo. Sutil y tierno, sin dudas, sin ambages brutal y ‘cool’. Si la guitarra es una mujer él es su más ardiente y celoso amante…Escuchando la música que él (Beck) y ella (su guitarra) han hecho juntos con el pasar de los años es como escuchar a dos amantes en una feroz discusión, compartiendo una broma, o darse cuenta de que la pareja del cuarto de al lado en un hotel está haciendo el amor en apasionado frenesí.”



Por eso a sus sesenta y pico de años Jeff Beck puede con sobrada justicia argumentar que es uno de los más monumentales guitarristas de la historia del rock y por muchas razones distintas. Quizá no sea el más llamativo ni el que más discos venda. Definitivamente no es el más popular, pero Beck tiene el currículum y la maestría técnica para rivalizar con quien se le pare enfrente.  A bordo de los Yardbirds, por ejemplo, experimentó con los ecos más profundos, las distorsiones más chirriantes y las amplificaciones más estridentes. Con los Yardbirds, más que nada, Jeff Beck alternó con otros semidioses de la guitarra eléctrica: un tal Eric Clapton y con Jimmy Page, que poco después pasó a formar Led Zeppelin. Clapton, en los años sesenta un maniático del blues, se cambió a las filas de los Bluesbreakers de John Mayall en busca de mayor pureza musical. Jeff Beck decidió seguir su propio camino y encontrar los ruidos más esmerados y los tonos más minuciosos. 

Tiene razón Vernon Reid: Beck es incandescencia, cólera, provocación. 

 Una versión anterior fue publicada en El Comercio, diciembre de 2010.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Keep Walkin´

Diego Pérez Ordóñez

Lo que cabe preguntarse es si caminar puede ser considerada, en sí misma, una cuestión artística y filosófica, si andar a pie en son diletante tiene vasos comunicantes con las letras, con la ciudad y con sus placeres: con la gastronomía, con los cafés, con las vitrinas, con las plazas, con mirar, a su vez, a los otros paseantes. También es lícito averiguar si caminar puede ser una vía de escape, de alejamiento de la realidad, irónicamente echando a andar por atestadas avenidas, por calles y veredas. Y ahí puede estar la introspección, lo que Le Breton argumenta de este modo: “Por su ruptura con los métodos de transporte más normales, por su imposición de un alejamiento de los caminos trillados, caminar no sólo es un proceso de conocimiento de uno mismo y del otro, un cambio del escenario del conocimiento, sino que también es una poda de todas las preocupaciones e induce a una efervescencia difusa, acentuada por la fatiga del camino.” (‘Elogio del Caminar’, Madrid, Siruela, 2011, Pág. 64) Es decir, la identificación del caminar con la abstracción, con el repaso cuidadoso de los asuntos personales, a modo de evasión del tiempo. Como lo que emprendió Patrick Leigh Fermor, en sus propias palabras a medio camino entre un peregrino y un sabio itinerante, cuando se le ocurrió agarrárselas a pie desde Rotterdam hasta Constantinopla en el invierno de 1933, en pleno ascenso del nazismo, en medio de la decadencia de la cultura galante y cortesana, con noches pasadas sobre pajonales y henos de los establos y otras en castillos al contorno de los ríos. En el caso de Fermor, el andarín que se adentra en la cultura, en los idiomas y en las costumbres de todo lo que está a su paso, con la mente joven, abierta y todavía liberada de prejuicios. Fermor, el joven caminante hambriento de experiencias, el joven sin nada mejor que hacer que caminar (se) Europa casi de cabo a rabo (Ver ‘El Tiempo de los Regalos’, Barcelona, Península, 2001)

Fuente: www.urban75.org
O quizá caminar en el plan de Henry David Thoreau, que tanto hizo por el pensamiento y por el movimiento ambiental, por el individualismo y por el derecho a la resistencia, con su célebre ensayo publicado en la revista Atlantic en 1862 (http://www.theatlantic.com/magazine/archive/1862/06/walking/304674/).  La cita es larga, pero incluso traducida, vale la pena: 


En el curso de mi vida me he encontrado sólo con una o dos personas que comprendiesen el arte de caminar, esto es, de andar a pie; que tuvieran el don, por expresarlo así, de ‘sauntering’ [deambular]: término de hermosa etimología, que proviene de ‘persona ociosa que vagaba en la Edad Media por el campo y pedía limosna so pretexto de encaminarse à la Sainte Terre’, a Tierra Santa; de tanto oírselo, los niños gritaban: ‘Va a Sainte Terre’: de ahí, ‘saunterer’, peregrino. Quienes en su caminar nunca se dirigen a Tierra Santa, como aparentan, serán, en efecto, meros holgazanes, simples vagos; pero los que se encaminan allá son ‘saunterers’ en el buen sentido del término, el que yo le doy. Hay, sin embargo, quienes suponen que la palabra procede de ‘sans terre’, sin tierra u hogar, lo que, en una interpretación positiva querría decir que no tiene un hogar concreto, pero se siente en casa en todas partes por igual. Porque éste es el secreto de un deambular logrado. Quien nunca se mueve de casa puede ser el mayor de los perezosos; pero el ‘saunterer’, en el recto sentido, no lo es más que el río serpenteante que busca con diligencia y sin descanso el camino más directo al mar. Sin embargo, yo prefiero la primera etimología, que en realidad es la más probable. Porque cada caminata es una especie de cruzada, que algún Pedro el Ermitaño predica en nuestro interior para que nos pongamos en marcha y reconquistemos de las manos de los infieles esta Tierra Santa.” (Traducción de Federico Romero)

Si dejamos en el cajón los asuntos políticos y filosóficos del caminar, se puede demostrar que la literatura está invadida de imágenes y de referencias de peatones, de tramas del marchar. Viene a la mente la escena nocturna y madrileña en Mañana en la Batalla Piensa en Mí’ de Marías, una de las circunstancias más enigmáticas de la literatura de este novelista, un pasaje a medio camino entre lo alucinante y lo cinematográfico, una acción que no parece calzar del todo ni en la estructura ni en la trama de la novela, como una toma encastrado en el texto a modo de experimento:

Decidí salir de nuevo a la calle y dar un paseo andando, caminar un rato para distraer la mente y cansar el cuerpo y por lo menos no estar yo en una alcoba mientras los demás lo estaban, dos o cuatro…Y fue a la altura de la Plaza de Oriente donde vi dos caballos que avanzaban en la dirección contraria a la mía, pegados a la acera lo más posible para no incomodar a los pocos coches que aparecieran. Eran dos caballos y un solo jinete, o caballo y yegua, el hombre con sus botas altas montaba al de color canela, la otra jaspeada iba a su misma altura también ensillada, si acaso se retrasaba medio cuerpo en algunos momentos, iban al paso y se los veía flemáticos, caballos andaluces de silla, resonaban los ocho cascos sobre el pavimento brillante, un sonido antiguo, cascos en la ciudad, algo insólito en estos tiempos soberbios que han expulsado a los acompañantes del hombre a lo largo de su historia entera…” (Madrid, Alfaguara, 2010, Págs. 286-287)

Fuente: www.theflaneur.co.uk
Y una de las novelas caminantes por excelencia – una suerte de ‘road novel’- si cabe la expresión, ‘Sin Remedio’ de Antonio Caballero, la historia de Ignacio Escobar, poeta estropeado y paseante sin destino de la Bogotá de hace un par de décadas, que coquetea al mismo tiempo con las drogas y con la remota posibilidad de la lucha armada, en el fondo un niño-bien bueno para nada:

Bogotá es una ciudad horrible. Cecilia lo había dejado sin un centavo para un taxi…Echó a andar por el medio de la acera rígido, dejando correr el agua por su frente y sus pómulos, permitiendo que se colara en sus ojos y en su boca entreabierta, sin hallarle sabor, dejando que rodara por su cuello, espalda abajo, mezclándose con el sudor del cansancio y la rabia. Intentaba no caer en los charcos martillados de lluvia, escrutaba la corriente engañosa y se hundía hasta las corvas en otros más profundos. Escobar echó a andar hacia el norte por la Carrera Quinta. Se paró en una esquina a armar un cacho, pero vio con temor que estaba a veinte pasos de una estación de policía. Recordó que tenía hambre. Entró a una tienda. Atarugó de hierba, para probarla, la punta de un cigarrillo.” (Bogotá, Alfaguara, 2004, Págs. 68, 69 y 114)

Es que en ‘Sin Remedio’ las caminatas de Escobar – sus retratos literarios de Bogotá- son en gran parte la trama misma, son, probablemente, las evocaciones de Caballero de su ciudad gris y neblinosa, de la capital lluviosa y confinada por las montañas. Y si Caballero grafica a la ciudad nada inocente, Rubem Fonseca desentierra –usa a José como intermedio de añoranzas- a la Río de Janeiro que recién ha despertado de la bella época, a la ciudad en cuyas playas todavía no hay contaminación, a la ciudad que todavía admira a Europa:

“Pero ahora la lectura había encontrado a una rival, la ciudad, y José dejaba de leer para deambular por las calles del centro, cuando lograba escapar de la vigilancia de su madre. Y las imágenes, sonidos y olores de aquella ciudad llamada São Sebastião do Río de Janeiro lo despertaron hacia otra realidad y lo hicieron descubrir un mundo nuevo y atractivo: le dieron una nueva vida.” (México, Cal y Arena, 2011, Pág. 31) Y “Desde su casa llegaba a pie, en diez minutos, a la avenida Beira-Mar, y podía contemplar la bahía de Guanabara, El Pão de Açúcar, el morro Cara de Cão y los fuertes que protegían la entrada de la bahía, por donde a veces un navío, que venía seguramente de muy lejos, llegaba lentamente. Podía nadar en la playa de las Virtudes o en Santa Luzia, pues las aguas de la bahía aún no estaban contaminadas. O también en la playa de Flamengo, que estaba a una distancia que recorría vagando por la orilla del mar.” (Pág. 35) Es la Río que Oliverio Girondo, quizá en esas mismas épocas, graficó como “Caravanas de montañas acampan en los alrededores…Sólo por cuatrocientos mil reis se toma un café, que perfuma un barrio de la ciudad durante diez minutos.” (‘Veinte Poemas Para Ser Leídos en el Tranvía”, Madrid, Visor, Págs. 34-36)

Fuente: www.urbansketchers.org
Y luego están las ya comunes caminatas por las grandes ciudades, como el tríptico neoyorquino de Paul Auster, experto en laberintos y entresijos, diestro de los espejos y de los fondos dobles:

“Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar…El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante de otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo.”
(Barcelona, Anagrama, 2002, Pág. 10)

O también los vagabundeos por la ciudad en plan de nostalgia, de comprobar la declinación personalmente, de procurar que las cosas estén/sigan en cierto orden, del modo esperado. Como la Venecia de Predrag Matvejevic, la Berlín del joven Laforgue o, en este caso, la París que Julien Green se propuso descubrir y describir de forma milimétrica, tejado a tejado, calle tras calle:

“Inmensos paseos por París. En Cluny, el museo modélico de hoy. Han desaparecido las amplias capas de terciopelo negro, tachonadas de lamas de oro y plata, que llevaban los caballeros del Espíritu Santo. Ha desaparecido también el diablo que sacaba la lengua y asustaba a las religiosas desobedientes agitando unas cadenas...He ido a pie a la Ópera, donde me proponía detenerme un instante en el Café de la Paix, pero está cerrado por reformas…En el bulevar, la muchedumbre de los días de asueto que, a la vista está, no sabe qué hacer con su tiempo, vagabundea, hace cola delante de los cines, triste y desmoralizante. Odio el bulevar cuando siento la presencia de un tedio casi sobrenatural.” (‘París’, Valencia, Pre-Textos, 2005, Págs. 116 y 117).

El ejercicio de Green permite cerrar en tono afrancesado, con la ayuda del caminante que busca ser creador a su modo, de vuelta a Le Breton: “El viajero, por su parte, intenta descubrir la ciudad inventando su camino personal, si bien de vez en cuando deambula con un plano para identificar los lugares a los que a lo mejor volverá expresamente en otra ocasión. Ésa es la forma de caminar del ‘flâneur’, el paseante ocioso, que vagabundea, que callejea, de la persona para quien la ciudad no tiene más límite que su atracción por el magnetismo del lugar. (Le Breton, Pág. 120)  Keep walkin´.



sábado, 31 de agosto de 2013

Bessie Smith: diva entre las divas




Diego Pérez Ordóñez

La historia de Bessie Smith (1894-1937) tiene todos los ingredientes de una bien pensada y dirigida telenovela: el ascenso a la gloria desde los rincones más humildes de la segregación racial, fama y estrellato, alcohol y excesos y una muerte trágica y polémica. Parece que Bessie Smith bebía a barba regada, que era ferozmente independiente en un mundo de machos alfa blancos, era soberbia hasta el punto del desplante y se metía en la cama con quien le daba la gana, esencialmente. En tiempos de digitalización, de paparazzi y de obsesión con la imagen, Bessie Smith habría sido una celebridad en toda regla, de esas que procesan a las revistas del corazón para proteger su ultrajada privacidad, de esas que manejan automóviles llamativos y estúpidamente caros, de esas que cruzan puñetazos con los fotógrafos que la quieren retratar en la calle. Pero incluso antes de la masificación de la popularidad, esta cantante de blues marcó camino, fundió el molde de la diosa contemporánea: algo subversiva, de carácter fuerte, extravagante y caprichosa.   

Es que, pónganse a pensar, la primera época de oro de blues –fundamentalmente los años 1920s- estuvo marcada por las grandes voces femeninas: cantantes como Mamie Smith, Ma Rainey, Ida Cox o Alberta Huntner. En esa época la imagen de una mujer, por lo general extravagantemente vestida, con plumas en la cabeza y acompañada por una banda masculina era casi tan común como la idea que hoy tenemos del blues: un cantor que toca una guitarra acústica en alguna vieja cantina del sur profundo, probablemente en Mississippi un sábado por la noche. Un cantor que se quejaba del daño que la había hecho una mujer. Hay que recordar que las mujeres abrieron la trocha para los hombres, micrófono en mano. 
 
Fuente: Johannasvisions.com

Incluso hoy, cuando su música a primeras escuchas pudiera parecer añeja y anticuada, su imagen sigue en plena vigencia. Para Anki Toner, por ejemplo, Bessie Smith además de haber sido la más importante e influyente de las cantantes clásicas del blues – lo que no es poca cosa- fue un emblema: “Una mujer negra que no sólo se hizo millonaria por su propio trabajo, sin que nadie le regalara nada en una sociedad dominada exclusivamente por hombre blancos, sino que, además, era explosiva, independiente, arrogante, bebedora, violenta y sexualmente promiscua.” (‘Blues”, Madrid, Ed. Celeste, 1995, pág. 115).  Tocó brevemente el cielo a pesar de haber nacido en la segregada Chattanooga de Tennessee en 1894, en plena vigencia del Ku Klux Klan, en condiciones en que una mujer negra no solamente ocupaba el último madero de la rígida escala social sino que era prácticamente un bien o una mercancía. 

Al parecer en los últimos años de la adolescencia (hay que decir, de paso, que Bessie Smith era huérfana y pobre de solemnidad) se juntó a una compañía/caravana de vodevil en calidad de bailarina. En esos aprietos se dejó proteger por Ma Rainey, una de las diosas originales de la por entonces difusa frontera entre los distintos géneros de la música de origen africano: el  blues, el vodevil, el ragtime, los gérmenes del jazz… Corrían tiempos –imagínense- en que solamente las mujeres de reputación dudosa podían dedicarse al blues, tiempos en los que el espectáculo se daba la mano con el proxenetismo, días y noches en que el llamado ‘show business’ a menudo se abrazaba con las mafias nacidas de la prohibición del alcohol. 

Logró grabar un disco en 1923, a pesar del repetido rechazo de las casas discográficas, que le imputaban tener la voz demasiado bronca y áspera. Lo cierto es que cuando logró que la admitan en un estudio de grabación su primer disco vendió algo así como 750.000 copias, una cifra sideral para la época.  Fue su estación de oro: a pesar de que se avecinaba la gran crisis económica Bessie Smith era todo un éxito comercial, llenaba los teatros y los sitios donde cantaba, se daba el lujo de contar con músicos como Coleman Hawkins, Benny Goodman o Louis Armstrong y de llevar un ritmo de vida digno de una voluptuosa princesa. Un tren de vida de largas noches, botellas vacías, variedad de amantes, ropas caras y aplausos. En una foto de la época se la ve enjoyada de pies a cabeza, con una especie de tocado de grandes y tupidas plumas blancas, echada en una tumbona y ofreciendo a quien la vea una sonrisa a medio camino entre la sugestión y la lujuria más frontal. En otra imagen está jugueteando con un collar de perlas de varias vueltas, mientras mira a la cámara en plan de fascinación.  Así,  para Samuel Charters “Un nombre sigue evocando la magia de esos primeros años del blues: Bessie Smith ‘la Emperatriz del Blues’. Sus mejores grabaciones nunca han estado fuera del mercado, a pesar de que algunas de ellas datan de los días de las grabaciones acústicas – con su sonido empacado- más de 70 años atrás. Los discos de Bessie se vendían en todas partes, y cuando por ahí encontramos ejemplares en algún sótano o en la esquina de un ático, han sido tocados tanto que apenas pueden ser escuchados otra vez.” (En el texto para “Classic Blues Women” de la colección Blues Masters, Rhino Records.

Fuente: riverwalkjazz.stanford.edu


Divas aparte, Bessie Smith era dueña de una voz autoritaria y de carácter. Una voz que le permitió convertirse en una suerte de ídolo en el sur profundo de Estados Unidos, húmedo y algodonero, y tratar de cruzar la frontera hacia los públicos blancos (en ese entonces reacios a admitir que una mujer negra que cante de desamores pueda ser considerada un talento). Y sí, Bessie Smith parece cantar –incluso en estos tiempos- con la furia y con la decisión de alguien que sabe que ha nacido en un mundo para ella injusto, en el que los hombres (productores, cazatalentos, empresarios discográficos) son dueños de todas las cartas. Y sí, con su voz carrasposa y fuerte, señaló el camino no sólo para los bluesmen clásicos que la precedieron, sino para toda cantante femenina de blues, jazz o rock. Hay un poco de Bessie Smith en Janis Joplin, en Susan Tedeschi, en Tina Turner. Hay incluso un poco de Bessie Smith en la camaleónica Madonna. 

Se cuenta – aunque sobre este punto los especialistas contemporáneos opinan que se trata de una leyenda apócrifa-  que la Smith salió gravemente herida de un accidente de tránsito en 1937 (en la carretera número 61, cerca de Clarksdale, que años después inmortalizó Bob Dylan). A pesar de su fama como una de las más reconocidas voces de la música algodonera, se supone que tres hospitales del estado de Mississippi le negaron tratamiento médico, por ser negra. Al final, se dice, murió desangrada. Aunque los académicos más serios argumentan que en el accidente no hubo factores raciales de por medio, el mito forma parte del aura de esta extraordinaria cantante.  Años después, en una suerte de desagravio con estampas de tragedia, otra mujer, aunque esta vez blanca, le puso una lápida a la anónima tumba de Bessie Smith. Se trataba, claro, de Janis Joplin, quien terminó bajo tierra poco después.