We have lingered in the chambers of the
sea
By sea-girls wreathed with seaweed red
and brown
Till human voices wake us, and we drown.
T.S.
Eliot, Prufrock and Other Observations
Los mares de Irlanda
Diego Pérez Ordóñez
Hay
comienzos y hay comienzos. Amos Oz lo sabe y por eso escribió un conjunto de
ensayos sobre el principio de los libros, sobre la punta de muchos icebergs, sobre
los primeros milímetros del tenso ovillo, sobre la seducción de la naciente
frase, sobre la fascinación del párrafo inicial, sobre sus posibilidades de
enganche:
“Todo principio de relato –argumenta- es siempre una especie de contrato entre escritor y lector…A veces, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre escritor y lector, a espaldas del protagonista…Hay contratos engañosos, en los cuales el autor parece revelar toda suerte de secretos, de modo que el desprevenido lector muerde el anzuelo, imaginando que en efecto se le invita a entrar en el cuarto oscuro y sin darse cuenta de que ese ‘entre bastidores’ no es en realidad lo de detrás de las bambalinas, sino un nuevo decorado; mientras el lector se imagina que forma parte de una conspiración, en verdad no es más que la víctima de otra conspiración más sutil: el sujeto de un contrato interno, más sutil, más taimado.” (“La Historia Comienza. Ensayos Sobre Literatura”. Madrid, Siruela, 2007, Págs. 15-16)
A pocos kilómetros de la frontera, Edward Said fundamenta que el principio de una obra literaria no juega un papel puramente lineal, sino que en verdad puede ser un acto de retorno: una interrelación entre lo conocido y lo nuevo, entre la invención y lo previamente explorado. (“Begginings. Intentions and Methods”. Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1978, Págs. 13 en adelante).
“Todo principio de relato –argumenta- es siempre una especie de contrato entre escritor y lector…A veces, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre escritor y lector, a espaldas del protagonista…Hay contratos engañosos, en los cuales el autor parece revelar toda suerte de secretos, de modo que el desprevenido lector muerde el anzuelo, imaginando que en efecto se le invita a entrar en el cuarto oscuro y sin darse cuenta de que ese ‘entre bastidores’ no es en realidad lo de detrás de las bambalinas, sino un nuevo decorado; mientras el lector se imagina que forma parte de una conspiración, en verdad no es más que la víctima de otra conspiración más sutil: el sujeto de un contrato interno, más sutil, más taimado.” (“La Historia Comienza. Ensayos Sobre Literatura”. Madrid, Siruela, 2007, Págs. 15-16)
A pocos kilómetros de la frontera, Edward Said fundamenta que el principio de una obra literaria no juega un papel puramente lineal, sino que en verdad puede ser un acto de retorno: una interrelación entre lo conocido y lo nuevo, entre la invención y lo previamente explorado. (“Begginings. Intentions and Methods”. Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1978, Págs. 13 en adelante).
Vamos
al primer párrafo de “The Sea”, la novela de de John Banville. Podríamos, pues,
decantarnos por ambas teorías a un tiempo. Si vamos por Oz el párrafo inaugural
de The Sea es un contrato de hipoteca, un contrato plagado de condiciones y de
cláusulas secretas que nos atan por un largo tiempo, en tensión. O quizá un
contrato de tracto sucesivo, que se va renovando página a página, mientras los
párrafos se van hilvanando deliciosamente. Si vamos por el lado de Said, el
comienzo es apenas la regresión a la indagación sobre la pérdida de la
inocencia, en una novela esplendorosa, llena de capas, antifaces y albornoces,
poética y provista de su propio ritmo.
Manos
a la obra:
“They departed, the gods, on the day of the
strange tide. All morning under a milky sky the waters in the bay had swelled
and swelled, rising to unheard-of heights, the small waves creeping over
parched sand that for years had known no wetting save for rain and lapping the
very bases of the dunes. The rusted hulk of the freighter that had run aground
at the far end of the bay longer ago than any of us could remember must have
thought it was being granted a relaunch. I would not swim again after that day.
The seabirds mewled and swooped, unnerved, it seemed, by the spectacle of that
vast bowl of water bulging like a blister, lead-blue and malignantly agleam.
They looked unnaturally white, that day, those birds. The waves were depositing
a fringe of soiled yellow foam along the waterline. No sail marred the high
horizon. I would not swim, no, not ever again.
Someone has just walked over my grave.
Someone.”
Si
abrazáramos la teoría de Hitchens (hay que abrazarla), desarrollada durante sus
últimos meses de vida, respecto de que cada escritor tiene una voz, que en
realidad es la voz de los tiempos y de otros escritores que le precedieron, en
este párrafo de Banville, la voz es inmemorial: están la sensualidad de los
sonetos de Shakespeare, la marinería (“seamanship”) de Conrad, la nostalgia de
Proust y la amistad y la incandescencia de Eliot. En el párrafo trascrito
descansan, nada menos, que el hilo conductor y las más transitadas avenidas de
la literatura. Es que en esas pocas frases Banville nos regala todo: coloración,
tejido, emoción, drama, luces y sombras. El párrafo inicial podría ser una
escena cinematográfica lenta y perfecta, o la cuidadosa arquitectura de una
obra de teatro, o el tiempo coagulado de una fotografía en blanco y negro. Lo
que quizá dinamita esa noción es la frase final, la frase macabra: alguien
acaba de caminar sobre mi tumba, alguien. En Irlanda, se supone y se cree, que
se siente espasmos y temblores cuando alguien pisa lo que será nuestra [futura]
tumba.
La
partida de los dioses no es una partida rutinaria: es una partida a gran
escala, una partida revestida de solemnidades. Los dioses no se van cualquier
día de estos (aunque la novela nos enseña que estas deidades no son sino los
miembros de la familia acomodada a la que el narrador observa y envidia). De
hecho “departure” da la idea de una ida con algo de pompa y circunstancia, como
la triste partida a un exilio, como la peregrinación de la Meca a Medina, como
el éxodo de la mitología religiosa. Acá el misterio es de causa y efecto, está
en resolver si la expatriación de los dioses es lo que causa la extraña marea,
o si es ésta última la que los ahuyenta. Y está, claro, la textura del cielo
lechoso (yo me lo imagino como un cielo indeciso, no totalmente nublado pero
con ribetes de un celeste no tan intenso) y las aguas hinchadas o crecidas.
“Swell” en inglés –guardando las distancias con la hinchazón- puede servir para
referirse al crecimiento de las aguas saladas, pero sin llegar a los peligros
de la mar gruesa, aunque en el caso de la prosa de Banville las aguas hayan
subido a niveles inéditos.
Hasta
este punto todo es dramático: la disposición nada rutinaria de los dioses
de marcharse, la extraña marea, el cielo irregular, las aguas que no dejaban de
crecer hasta escalas inauditas. ¿Qué puede haber más grande y mítico, sino la
combinación entre el mar, los cielos y los dioses? Pero acá es donde entra en
escena la relojería suiza de Banville, su pasión por la pincelada milimétrica:
las pequeñas olas que lamen la arena reseca, que durante años no había conocido
otra humedad que no fuera la de las espumosas lameduras marinas esporádicas y
los caprichos de la lluvia. Por forma que la inicial conclusión de este
análisis es que la primera beneficiada de los malgenios divinos y de la
excepción litoral de aquella mañana irlandesa resulta ser la arena, que de
ninguna otra forma se habría regocijado con ese regalo de rocío.
El
segundo entusiasmado de esta escena tejida con maestría y paciencia resulta ser
el herrumbroso carguero encallado y seguramente aburrido al otro lado de la
bahía (se supone que de un lado distinto del que está colocado el narrador). La
irregularidad de las condiciones meteorológicas –bueno, no solo la
irregularidad, sino la excepcionalidad de esa mañana irlandesa- le hicieron
pensar en la posibilidad de que se hubiera ganado un relanzamiento a la mar. Ah,
y los pájaros que lloriqueaban y que se lanzaban en picada, nerviosos, en vista
del acontecimiento de las aguas que se habían tornado de un azul plomizo,
malditamente brillante. Ah, y los pájaros náuticos que del mismo modo sufrieron
los avatares de esa extraña mañana, que se veían antinaturalmente blancos a
ojos del narrador, en contrato con el lector.
Tenemos
ya los elementos para un primer borrador de óleo. El cielo viscoso y turbio
(debe suponerse, entonces, que una mezcla entre gris claro y tenue celeste).
Aunque Banville no lo diga de forma explícita, las dunas revestidas de un
dorado leve. El anaranjado ruginoso y enmohecido del caso del carguero
despechado. El blanco contra-natura de las aves navales. El azul plúmbeo del
mar hinchado. El amarillo sucio de la espuma lambiscona, producto de la demencia
marina.
Y
luego está el compás, el ritmo. El uso metódico de palabras musicales, “swelled
and swelled”, repetida como para que no vaya a quedar duda de la musicalidad de
esa doble ele. La rugosidad de “waves creeping over parched sand”, los sonidos
de la arena crujiente de resequedad. “Rusked hulk” que transmite sin demora el
almagre del casco del engañado carguero, por la complicidad entre las dos “k”.
Y la liviandad volátil del vuelo de los pájaros (“mewled and swooped”) y la
connivencia de “g” y “l” de las aguas “malignantly gleam”, que obligan a la
lengua latina a hacer acrobacias. Es la vieja deuda de Banville con Nabokov, la
simbiosis entre la imagen y la melodía, un párrafo que viene con banda sonora
propia. Es que Banville ha admitido que para él cada línea escrita tiene que
cantar antes que nada, y que su principal razón para seguir escribiendo, quizá
en un oscuro día de diciembre en Dublín, es el momento en que una frase
inicialmente plana y aburrida empieza con el tarareo.
Escoger
al mar como el sinónimo de lo infinito y de lo cadencioso, de lo lunar
(plenilunio, otra alianza de las eles) y de lo imperecedero. Sigue ahí el mar,
mientras la inocencia ya se ha ido. Narrar (Max) desde la añoranza más
insondable. El mar como recuerdo de la niñez derramada. La exagerada figura de
los dioses como los culpables de todo: del quebranto de la candidez, de aquel
día gris de aguas exacerbadas. El día en que perdura y se entretiene (“linger”)
el recuerdo en las sonoras recámaras del mar.